Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Europa ha experimentado una notable transformación en sus fronteras, reflejando las profundas convulsiones sociales, políticas y económicas del siglo XX. Con la rendición de la Alemania nazi el 8 de mayo de 1945, se puso fin a un conflicto que había causado la pérdida de millones de vidas y que alteró dramáticamente la configuración del continente. Las decisiones tomadas en conferencias internacionales posteriores a la guerra, como la de Yalta, definirían un nuevo mapa de Europa, marcando el inicio de una era de divisiones que darían lugar a la Guerra Fría y la creación de bloques ideológicos que aún hoy tienen repercusiones en la política europea contemporánea.
A diferencia de gran parte de Europa Central y del Este, donde las fronteras cambiaron radicalmente, las naciones de Europa Occidental, como España, Portugal y Francia, mantuvieron en gran medida sus límites históricos. Sin embargo, para muchos ciudadanos que vivieron los tiempos del Tratado de Versalles en 1919 y los conflictos derivados de la ocupación alemana, el panorama fronterizo cambió varias veces en una sola generación. La inestabilidad política que siguió al conflicto bélico trajo consigo la reconfiguración de naciones y potencias, lo que generó un profundo sentido de incertidumbre respecto a la identidad nacional.
El Tratado de Versalles marcó el inicio de una serie de reformas territoriales que llevaron a la creación de nuevos estados y a la caída de imperios en la Europa de entreguerras. El colapso del Imperio Austrohúngaro, el otomano y el ruso no solo alteró el mapa, sino que también produjo una fragmentación en la política europea. Hasta aquel momento, el continente se encontraba bajo el control de grandes potencias; con el nuevo orden, se establecieron múltiples países independientes, cada uno con su particularidad étnica y cultural, lo que daría pie a futuros conflictos y tensiones en la región.
La Conferencia de Yalta de 1945 introdujo un nuevo tipo de división, caracterizada por el telón de acero que separaría a Europa en dos bloques: el occidental, influenciado por los Estados Unidos y el este, dominado por la Unión Soviética. A pesar de la victoria sobre el fascismo, los nuevos regímenes comunistas que surgieron en Europa del Este limitaron la libertad de movimiento y de expresión, creando un entorno donde las fronteras no solo eran geográficas, sino también ideológicas. Las nuevas alianzas formadas en este contexto, como la OTAN y el Pacto de Varsovia, reflejaron esta nueva realidad y sentarían las bases para el conflicto geopolítico de la Guerra Fría.
Finalmente, el colapso de la URSS en 1991 fue la culminación de todos estos cambios fronterizos y políticos en Europa. La independencia de nuevas naciones como Ucrania y los países bálticos, junto con la reunificación de Alemania, marcó un punto de inflexión en la historia moderna. La descomposición de Yugoslavia condujo a una serie de conflictos étnicos y el establecimiento de nuevos estados, lo que evidenció que, a pesar de haber pasado décadas desde la guerra, las heridas en Europa aún estaban abiertas. En este contexto, el viejo continente luz reflejado en sus fronteras volátiles y en la continua búsqueda de una identidad unificada que respete las diversas culturas y naciones que lo componen.